Llegar a Calcuta es recibir, de repente, un aluvión que arrasa los sentidos: los olores de las especies, los colores vibrantes de las frutas y las telas desplegadas en las ferias, el ruido ensordecedor de las bocinas, el pregón de los vendedores, las bandadas de chiquitos corriendo de acá para allá, atravesándose a los viajeros como pajaritos sin plumas, buscándoles la mirada para pedirles plata para comida. Uno no puede ni debe perder detalle, aunque ciertas imágenes nos retuerzan el corazón y un grito mudo y agrio nos reclame retornar a nuestro país o meternos rápido en la habitación a mirar cómo el ventilador del techo nos amenaza como una guillotina de cuatro aspas. Pero el calor no permite apurar el paso, tal vez para que sea posible enfrentar la marea y, como se pueda, asimilar, aprender y crecer dentro.
¿Cómo puede vivir en una ciudad semejante cantidad de gente?, ¿Cómo es que no se quejan, que no se suicidan en masa ni dejan de sonreír?
Quizás sea así porque creen a rajatabla en la reencarnación. “Esta vida es una prueba - dicen -, para que el alma, en la próxima función, consiga mejor ubicación, o tal vez para que sea protagonista de una maravillosa historia."
Las vacas andan por la calle, es cierto, pero en algunos barrios los de una vereda veneran a los vacunos y los de enfrente se los comen. Si la vaca, que vaga libremente, cruza la calle, los vecinos que sí comen carne vacuna la faenan, y en cuestión de minutos instalan una “carnicería” con un tablón y dos sillas y venden las reses al mejor postor. Los que consideran a la vaca como un animal sagrado no se molestan al verlos haciendo lo que ellos nunca harían. “Es el karma de la vaca - dicen -, la próxima vida será un ser superior”.
Así explican en India la miseria, el hambre y la terrible desigualdad social. No hay policías en las calles y no los necesitan; la ley del karma es como tener un superpolicía que desde el cielo juzga las acciones de los hombres y sentencia el futuro destino de cada alma.
Muchos padres entregan a sus bebés a los gurúes. Intercesores entre el cielo y la tierra, esos brujos, cantando en estado de éxtasis, fumados hasta los huesos, saltan sobre el pecho y las caderas de los pequeños niños de meses. Tristemente, y con vergüenza, debo confesar que yo lo vi. Alrededor, todos cantan un mantra; si el niñito sobrevive a los saltos del gurú es porque está preparado para esta vida y será fuerte; si no, si se quiebra su frágil pecho y los pies de este mago oscuro le aplastan el corazón, el alma del desafortunado bebé deberá volver en otro momento. Todos coinciden que no es el gurú quien lo mata, aseguran que él sencillamente acelera el trámite para que los padres no alimenten a un ser que no tiene posibilidades.
Más tarde, a los diez años, los pocos pequeños que sobreviven son metidos en jaulas de caña que se hunden en el agua del río; los chicos tienen que aguantar la respiración durante el tiempo que duran las oraciones de las personas que están en la orilla. Cuando levantan la jaula, son un manojo de bracitos y piernitas que ya no se mueven. Entonces, el brujo busca entre los cuerpos, y cada tanto rescata a algún “afortunado” al que le espera una vida de constantes pruebas, ya no en jaulas sino en las calles de un país catalogado por el Fondo Monetario y el Grupo de los Nueve como un “país en desarrollo”.
Cuando uno camina esa Calcuta que yo anduve, y es persistente en su anhelo de llegar al fondo del misterio, descubre otra India, no la de “el Taj Mahal”, un lugar refulgente construido para cuidar a un muerto, sino un sitio donde se protege a la inocencia: el hogar de la Madre Teresa.
Para tomar fotos saludando basta con acercarse a un humilde cartelito que hay en la puerta, pero para conocer el lugar y hacer algo que valga la pena a nuestra alma hay que llegar a las seis de la mañana y sumarse a un grupo de personas que vienen de todas partes, rezar en inglés durante una hora toda la serie de padrenuestros y avemarías que uno, sin saber para qué sirven, se aprendió de chico (en mi caso, estuve una hora moviendo la boca como en las películas mal dobladas). Luego, una hermana mantiene una breve conversación con cada voluntario. Se me acercó una monja flaquita, no a preguntarme de donde había venido ni quién era yo ni si me gustaba la India. Ella quería saber si estaba preparado para hacer ese trabajo, si yo era una persona confiable para cuidar a sus niños. Le conté cómo era mi labor habitual en mi país y le dije que mi intención no era otra más que ofrecer una mano. Pero, ciertamente, necesitaba con desesperación redimir esa sensación amarga que uno siente al ver que sólo por haber nacido bajo distintos cielos hay otros que no tuvieron leche ni techo ni abrazo.
La religiosa me llevó a un pabellón donde cincuenta niñitos apenas se movían o emitían sonidos; tenían desde seis meses a nueve años, estaban en cunitas o en el piso que brillaba como un espejo.
Entonces, uno busca un muñeco, una pelota, revisa en la memoria y busca una canción; y así, sucede algún milagro que nos hace sentir hermanos y de la misma especie.
Le pregunté a esa monja porqué los chicos tenían marcas en la piel que eran como heridas o pequeños hematomas. Y me contó que en ese pabellón estaban los bebés que ellos todas las mañanas recogían de la basura. Pasan con un carro buscando algo que se mueva entre la mugre y arrancan a los pequeños de los dientes de las ratas y los picos de los cuervos; esas marcas les quedan para toda la vida.
Temblando por el dolor que se mete en el cuerpo y aguijonea el corazón, le pregunté por qué había elegido esa profesión, trabajar ahí. Me mostró un brazo y me contestó que hacía treinta años ella había sido uno de esos bebés. Una monja había bajado del carro, la había tomado en sus brazos, la había cuidado y amado. Sus ojazos almendrados me señalaron a la vieja religiosa que dentro de un sencillo cuadrito miraba al mundo y sonreía. Abajo del cuadro decía: “La vida es un milagro, defiéndela”; esa monja se llamaba Teresa.
Cuando la vida duele mucho se nos quiebran las piernas y uno no puede correr hacia ninguna parte. Sólo resta juntarse en el dolor, abrazarse fuerte y pedir que pase el temporal o que el sufrimiento sólo sea un mal sueño, cerrar los ojos y desear que nuestros sueños sean más grandes que nuestros miedos.
A la vuelta de mi viaje le puse rueditas a la cama de mi hijo. Cada tanto, cuando tenemos un mal día, cuando hace mucho frío o cuando miramos una película de terror, arrimo su cama a la mía, y abrazados enfrentamos la noche y las pesadillas; abrazados defendemos el milagro.